Un imponente edificio lleno de ventanas sin movimiento en su interior anticipa un vacío espiritual y social que experimentarás pronto. Caminas a través de un ostentoso vestíbulo, parecido al de un aeropuerto o algún costoso edificio en Reforma. Llegas al patio donde puedes ver las nubes y una enorme losa de cemento cubierta de caóticas huellas que se desplazan de un lado a otro, se detienen de repente y luego retoman su curso. El vacío se presenta claramente, sus huellas son evidentes. Sabes dónde estás, lo que sucedió aquí y lo que ocurrió incluso antes. Las ruinas junto a edificios modernos crean un contraste, pero todo cobra sentido en la entropía mexicana.
Un breve recorrido por lugares de poder te recuerda el poder del lenguaje como entidad dominante y creadora de cultura, con la inmovilidad característica de los significados respaldados en la palabra escrita. Recuerdas las falsedades de las clases de historia. Recuerdas (o más precisamente, imaginas) todo el conocimiento perdido reducido a unos pocos códices. Avanzas recordando la colonización, los caciques y la resistencia bacteriana a los antibióticos. "Todas las medicinas provienen de las plantas, pero las embotellan y las venden; las compramos por pereza", resuenan las palabras de tu abuela en tu mente.
Observas dibujos en blanco y negro de flores y plantas medicinales, lees sobre sus usos. Te preguntas si alguna de ellas podría ayudarte.
Un oscuro cuarto espera visitantes para engullirlos con su negrura. Alguien entra al cuarto. La segunda manifestación del vacío. Presente.
Subes unas escaleras y hay mucha luz. Ya sabes lo que vas a ver, ya conoces lo que ocurrió. Recuerdas la historia de tu tío Jorge, jugando al fútbol en unas canchas cuando escuchó disparos y corrió a su casa. Tu tía niega esa historia y la muerte le arrebató a tu tío el derecho a replicar. Poco a poco e inexorablemente, una avalancha de fotos, relatos, videos, música e ilustraciones penetra tus retinas y se filtra cáusticamente por tus nervios oculares hasta calar en tu mente. Te imaginas en huelga en la universidad o el CCH y que un misil destroza la puerta. Te ves sin ropa, con militares mirándote, tus amigos muertos, el olor a pólvora y sangre. Visualizas el rostro del asesino mayor. Ves los labios que decretaron la muerte. Sostiene una pistola. Una nueve milímetros. Apunta con regocijo. Es una foto. Por suerte. La violencia no deja de aumentar. Sientes ese muro de lámina, la réplica de lo que alguna vez estuvo en CU. Recuerdas la carrera que estudiaste, a Maquiavelo, a Pol Pot y a Mao Zedong. Sientes desprecio por el control que los medios de comunicación ejercen sobre las masas y los individuos. Te preguntas una vez más si elegiste la carrera correcta.
La canción perfecta se presenta en el momento perfecto: "Five to one", grita Jim Morrison, "Ellos tienen las armas, nosotros tenemos los números". La espiral se vuelve más aguda y el descenso más veloz. A continuación, se abre el vacío, por tercera y última vez.
Una serie de fotos en blanco y negro penetran en tu psique, cada una más horrible que la anterior. Recuerdas imágenes de la Segunda Guerra Mundial, los campos de concentración, Kim Phúc huyendo del napalm. Te das cuenta de que tu vida pende de un hilo de incertidumbre; en cualquier momento, algún gobierno o entidad privada podría considerarte una molestia innecesaria. Una caja de balas de 9 milímetros, el mismo calibre que la pistola que Ordaz tiene en la foto, cuesta 500 pesos e incluye 50 piezas. Te das cuenta de que tu vida vale 10 pesos.
Su cabeza.
Mira su cabeza.
Mira su cabeza y atrévete a afirmar la existencia del Estado de Derecho.
